A menudo las personas que me visitan cuando estoy con mis nietos se
sorprenden de algunos hábitos que ellos tienen, porque les parecen inusuales,
como que humedezcan la tocineta en el chocolate para comérsela, que metan en el
chocolate las galletas, los cereales y algunas cosas que su imaginación les
dicta, que a mi nieto le guste peinar muñecas y que su color favorito sea el
morado. El instinto de mis visitantes es corregir a mis nietos, los más
respetuosos me hacen énfasis en que debo corregirles sus hábitos y enseñarles
los adecuados, pero ¿Qué es lo adecuado para un niño que está descubriendo el
mundo?
Me gusta que ellos descubran por ellos mismos las mezclas de sabores
incluso si no fueran de mi gusto, que prueben diferentes posibilidades, que se
apasionen con un color, un sabor determinado hasta que esa pasión sea
reemplazada por una nueva que ellos mismos descubran. En otras palabras no
quiero invadirles su vida con mis creencias ni con mis limitaciones ¿Quién me
dice que los helados con cebolla no saben deliciosos? la verdad nunca los he probado
por eso no puedo saber si me gustan o no, es más nunca me he dado la
oportunidad de probarlos porque cuando era niña alguien me enseñó a temer a la
mezcla de la cebolla con el helado, y quién sabe, a lo mejor me estoy perdiendo
de mucho y no lo sé.
También les permito que saquen todos los juguetes si eso los hace felices
que los mezclen, que desbaraten muñecas y les pongan las patas de los gatos y
de los perros y construyan personajes mitológicos para sus películas
imaginarias. Mientras los observo jugando me doy cuenta que son libretistas,
directores, actores, escenógrafos, productores y hasta espectadores de sus
propias obras, se fusionan con su actividad y se meten en diferentes
personajes, la imaginación de los niños es envidiable y es un mundo tan grande
que quizá por eso los adultos no podemos accederlo.
En los últimos tiempos de mi vida he pasado más tiempo desarticulando
creencias que tenía y que no han sido funcionales en mi vida que pasándola bien
con las creencias que tenía, he encontrado más placer y felicidad en mis nuevas
creencias que en aquellas que recogí de mis educadores y que me fueron
trasmitidas más desde sus miedos y limitaciones que desde su deseo de educarme
y hacer de mí una mejor persona. Con esto no los critico, pues sé que hicieron lo
mejor que sabían hacer con el conocimiento que tenían, y posiblemente yo esté a
la vez implantando a mis nietos limitaciones de las que no soy consciente
pensando que estoy haciendo lo mejor, quién sabe, sólo el tiempo lo dirá, de la
misma manera que se lo dijo a mi madre, que su manera nada coercitiva de
educarme fue la única y mejor escuela que pude haber tenido y que si en mis
manos hubiera estado elegir mi educación habría pedido la de ser educada por la
primaria e instintiva sabiduría de mi madre, en casa, sin tener que sentarme a
calentar obligatoriamente un pupitre en la escuela primaria. De hecho el año
que más disfruté de mi educación básica fue el año que mi madre me llevó a su salón
de clases y estudié con ella, a donde no fui más admitida porque la creencia de
que las niñas no podíamos estudiar en el mismo salón de los varones me lo impidió.
Con todo y esto mi madre y yo fuimos unas desobedientes civiles que nos
atrevimos a nadar en contra de la corriente en tiempos donde el caudal no seguía
el cauce del río, sino el cauce de las creencias colectivas.
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