En cambio la pediatra no se percató de que los objetivos de la pequeña Samantha son más de motricidad que de lenguaje, que pese a lo pequeñita que es, trepa todo lo que puede y a la mayor altura posible y que cuando lo consigue se premia y nos premia con una sonrisa capaz de derretir el polo norte, tampoco se dio cuenta que a su edad sabe comer sola, que usa la cuchara con destreza y que saborea los alimentos como si fueran el último banquete sobre la tierra, ni se enteró que tiene una capacidad de expresión corporal que ya envidiaría una actriz y que se las ingenia para comunicarse en su lacónico lenguaje mejor que un bilingüe.
Por supuesto que mi nieta habla, que la Pediatra no entienda su misterioso idioma no significa que no hable, ella emite unos sonidos en donde juega a mezclar toda suerte de consonantes y vocales hasta conseguir unas palabras que no hemos conseguido encontrar en el diccionario pero que nuestra intuición nos permite descifrar. Mientras ella usa el lenguaje como lo hacemos todos, algo para lo cual particularmente no tengo prisa, yo disfruto de la creatividad que ella derrocha en el arte de usar todo su cuerpo como un lenguaje universal y peculiar que le permite fluir con el universo.
Así eduqué a mi hija sin esperar que encajara en las expectativas sociales, de la misma manera que mi madre me educó a mi, con esa tranquilidad imperturbable que no la dejaba sospechar siquiera de lo atípica que era una niña que no gustaba presentar exámenes en el colegio, y no será la cultura gringa quien nos arrebate el sentido común y la poderosa intuición femenina con que hemos sido educadas toda una generación de matriarcas que nos comemos la luna mientras todos duermen.
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